Por: Millizen Uribe
Aunque el asunto me inquietaba desde hacía mucho tiempo, no fue hasta ver como una dominicana que participaba en un sondeo de opinión de un noticiario internacional respondía con un marcado acento argentino, a pesar de haber dicho que sólo llevaba dos meses en Buenos Aires, cuando por fin decidí escribir sobre este tema.
Y es que diferentes vivencias provocaban que esta cuestión me fuese carcomiendo. Una de ellas fue mi primera visita a Venezuela, de donde, además de una gigante cachapa de queso y el intenso frío de Mérida, nunca olvidaré ese marcado aire patriótico que se respiraba en toda su extensión.
Era increíble como al caminar por cada parque y pasar por cada calle se veían letreros (inclusive grafitis) venerando a Simón Bolívar, el gran libertador. Asimismo, los jóvenes con que conversábamos, incluyendo uno que otro niño, daban muestras de conocer cada capitulo de la historia venezolana.
Otra vivencia más reciente fue mi viaje a Costa Rica, donde conocí a Garvarino, un muchacho “tico” a quien le brillaban los ojos cada vez que me explicaba algo de su cultura, de su gente. El mismo brillo que años anteriores había visto en Doña Mella, una señora que conocí en Haití y que, independientemente de lo crítica que fue con la clase política de su país, dejo entrever en las respuestas a mis preguntas lo orgullosa que se sentía de sus antepasados y de su Haití.
Pero ejemplos de esta categoría brillan por su ausencia en la República Dominicana, donde a decir de muchos Juan Pablo Duarte no es más que “un buen pendejo” y donde a los invasores, lejos de reclamarle el mancillar la soberanía, se le rinde pleitesía y se le insta a volver pronto. Aquí, donde a cualquier prenda sólo le vasta haber llegado en avión para ser considerada como “mucho mejor”.
Donde para muchos un Mc Donalds le da tres patadas a un arrocito blanco con habichuelas y carne, a pesar de tener muchos menos nutrientes. Aquí donde, según algunos, el merengue no es nada y el rock y el reguetón lo son todo.
Y es que pareciera que esta media isla no se quiere así misma, reniega de sus verdaderos antepasados y cada mañana madruga y se suma a una inmensa fila tras el sueño de fugarse a tierras extranjeras.
Y es que esta media isla necesita amor propio. Amerita quererse mulata, tropical y vivaracha. Necesita conocer y honrar su historia. Levantar su autoestima y encontrar las razones para luchar por un mejor futuro.
Y es que ya no quiero oír a la señora venezolana que al escucharme hablar con mis amigas mientras el metro se movía y todos los demás permanecían en silencio me pregunto: ¿eres dominicana chama? , y ante el sorpresivo sí, ¿cómo usted lo sabe? Me respondió: Por su lindo acento, lástima que desde que pasan una semana aquí lo pierden.
Aunque el asunto me inquietaba desde hacía mucho tiempo, no fue hasta ver como una dominicana que participaba en un sondeo de opinión de un noticiario internacional respondía con un marcado acento argentino, a pesar de haber dicho que sólo llevaba dos meses en Buenos Aires, cuando por fin decidí escribir sobre este tema.
Y es que diferentes vivencias provocaban que esta cuestión me fuese carcomiendo. Una de ellas fue mi primera visita a Venezuela, de donde, además de una gigante cachapa de queso y el intenso frío de Mérida, nunca olvidaré ese marcado aire patriótico que se respiraba en toda su extensión.
Era increíble como al caminar por cada parque y pasar por cada calle se veían letreros (inclusive grafitis) venerando a Simón Bolívar, el gran libertador. Asimismo, los jóvenes con que conversábamos, incluyendo uno que otro niño, daban muestras de conocer cada capitulo de la historia venezolana.
Otra vivencia más reciente fue mi viaje a Costa Rica, donde conocí a Garvarino, un muchacho “tico” a quien le brillaban los ojos cada vez que me explicaba algo de su cultura, de su gente. El mismo brillo que años anteriores había visto en Doña Mella, una señora que conocí en Haití y que, independientemente de lo crítica que fue con la clase política de su país, dejo entrever en las respuestas a mis preguntas lo orgullosa que se sentía de sus antepasados y de su Haití.
Pero ejemplos de esta categoría brillan por su ausencia en la República Dominicana, donde a decir de muchos Juan Pablo Duarte no es más que “un buen pendejo” y donde a los invasores, lejos de reclamarle el mancillar la soberanía, se le rinde pleitesía y se le insta a volver pronto. Aquí, donde a cualquier prenda sólo le vasta haber llegado en avión para ser considerada como “mucho mejor”.
Donde para muchos un Mc Donalds le da tres patadas a un arrocito blanco con habichuelas y carne, a pesar de tener muchos menos nutrientes. Aquí donde, según algunos, el merengue no es nada y el rock y el reguetón lo son todo.
Y es que pareciera que esta media isla no se quiere así misma, reniega de sus verdaderos antepasados y cada mañana madruga y se suma a una inmensa fila tras el sueño de fugarse a tierras extranjeras.
Y es que esta media isla necesita amor propio. Amerita quererse mulata, tropical y vivaracha. Necesita conocer y honrar su historia. Levantar su autoestima y encontrar las razones para luchar por un mejor futuro.
Y es que ya no quiero oír a la señora venezolana que al escucharme hablar con mis amigas mientras el metro se movía y todos los demás permanecían en silencio me pregunto: ¿eres dominicana chama? , y ante el sorpresivo sí, ¿cómo usted lo sabe? Me respondió: Por su lindo acento, lástima que desde que pasan una semana aquí lo pierden.
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