Por: José Carlos Nazario
Son las doce en punto. No quedan árboles cerca de la cañada. El camino, forrado de piedras, recibe la bendición de las pisadas semi-descalzas de una niña que regresa de la escuela. Los mosquitos se guarecen en las casuchas de hojalata, vetustas y tornasoladas. Se oye ladrar un perro.
Él camina con dejadez, tratando con todas sus fuerzas de olvidar los estirones que su estómago le ofrece como recompensa por no regarlo anoche, por no ofrecerle ni una miga. Habrá que ahogar el hambre, habrá que desordenarla y darle una pela de calzón quita’o.Sigue avanzando. El lugar ya comienza a llenarse de gente. Caminan entusiasmados por aquel pasaje de polvo, de humo, de mimes y poco mimados. Cada uno lleva su sonrisa tallada en el rostro, la realidad no admite otra elusión que la sonrisa. Eso y quizás uno que otro tumbe a cualquiera que ostente lo que no debe. “La felicidad es un maquillaje”, piensa él. Se acerca a la salida del barrio. El jodi’o perro sigue ladrando, le martilla la cabeza.
Un ratón husmea entre la montaña de basura, satisface un hambre que no es distinta a la de nuestro protagonista. Roe con insistencia los restos de un banquete ajeno, lujoso. Lo hace con cada pedazo que encuentra, con cada lata de caviar o de aceituna. Bebe incluso, el pequeño buzo ingiere una gota que pende de la boca de una botella de vino acostada sobre la acera. Él observa y se imagina. Imagina la pareja que disfrutó de aquello la noche anterior, que lo disfruta cada día mientras él deja de alimentarse para que Pedro y Juanita puedan cenar, al menos una noche más.
Piensa en ellos. Tienen tres y cinco años y pronto tendrán que ir a la escuela. Pero no hay cómo ni con qué. Mira el edificio donde la rata, hasta hace poco, rebuscaba entre los desperdicios. Todo un monumento absurdo al borde de aquel páramo de marasmo y pordioseo. Observa que el portón se abre; asemeja aquellas entradas de las ciudades antiguas. Nadie lo abre, algún efecto mágico, automático, hace rodar aquel pesado pedazo de hierro que permite salir, retando el cielo con sus fulgores, un lujoso Mercedes.
Piensa en Tony, su primo. “Tanto nadar para morirse en la orilla”. Vender y vender pa’ acabar sembrado en la talvia con siete tiros en el pecho.Observa atento el interior oscuro de aquel lujoso carruaje posmoderno. El brillo del cristal cede. Desde el interior se asoma un rostro aseado, reluciente; una mujer, cuarentona y bien-puesta. Le hace señas para que se acerque. Él, motivado por tanta abundancia que desborda por la ventanilla, avanza hacia ella. La dama extiende la mano, le ofrece veinte pesos. Le compra su miseria. Y a ese precio, paga sus culpas por el lujo propio que le ha quitado la oportunidad a miles de hombres honestos como él.
El camino desde la calle hasta la entrada del edificio se hace largo. No lo es, pero parece extensísimo entre tantos pensamientos. Piensa en sus hijos, en sus dolores de estómago, en el frio que roza su ingle; el raído poloché que cubre una desnudez que no ha visto agua en dos días, porque las cosas son así. La mira a ella, le sostiene la mirada. Ella, grosera en su pedestal 500 del 2009, le gruñe algunas palabras. Él no la escucha, no la entiende; la decisión ha sido tomada. Coge los veinte pesos con la mano izquierda, mientras acerca la derecha al metal frio. Lo extrae con más violencia de la acostumbrada. Fija la boca del arma en la frente de la dama; no le tiemblan las manos, pero el estómago…
Son las doce en punto. No quedan árboles cerca de la cañada. El camino, forrado de piedras, recibe la bendición de las pisadas semi-descalzas de una niña que regresa de la escuela. Los mosquitos se guarecen en las casuchas de hojalata, vetustas y tornasoladas. Se oye ladrar un perro.
Él camina con dejadez, tratando con todas sus fuerzas de olvidar los estirones que su estómago le ofrece como recompensa por no regarlo anoche, por no ofrecerle ni una miga. Habrá que ahogar el hambre, habrá que desordenarla y darle una pela de calzón quita’o.Sigue avanzando. El lugar ya comienza a llenarse de gente. Caminan entusiasmados por aquel pasaje de polvo, de humo, de mimes y poco mimados. Cada uno lleva su sonrisa tallada en el rostro, la realidad no admite otra elusión que la sonrisa. Eso y quizás uno que otro tumbe a cualquiera que ostente lo que no debe. “La felicidad es un maquillaje”, piensa él. Se acerca a la salida del barrio. El jodi’o perro sigue ladrando, le martilla la cabeza.
Un ratón husmea entre la montaña de basura, satisface un hambre que no es distinta a la de nuestro protagonista. Roe con insistencia los restos de un banquete ajeno, lujoso. Lo hace con cada pedazo que encuentra, con cada lata de caviar o de aceituna. Bebe incluso, el pequeño buzo ingiere una gota que pende de la boca de una botella de vino acostada sobre la acera. Él observa y se imagina. Imagina la pareja que disfrutó de aquello la noche anterior, que lo disfruta cada día mientras él deja de alimentarse para que Pedro y Juanita puedan cenar, al menos una noche más.
Piensa en ellos. Tienen tres y cinco años y pronto tendrán que ir a la escuela. Pero no hay cómo ni con qué. Mira el edificio donde la rata, hasta hace poco, rebuscaba entre los desperdicios. Todo un monumento absurdo al borde de aquel páramo de marasmo y pordioseo. Observa que el portón se abre; asemeja aquellas entradas de las ciudades antiguas. Nadie lo abre, algún efecto mágico, automático, hace rodar aquel pesado pedazo de hierro que permite salir, retando el cielo con sus fulgores, un lujoso Mercedes.
Piensa en Tony, su primo. “Tanto nadar para morirse en la orilla”. Vender y vender pa’ acabar sembrado en la talvia con siete tiros en el pecho.Observa atento el interior oscuro de aquel lujoso carruaje posmoderno. El brillo del cristal cede. Desde el interior se asoma un rostro aseado, reluciente; una mujer, cuarentona y bien-puesta. Le hace señas para que se acerque. Él, motivado por tanta abundancia que desborda por la ventanilla, avanza hacia ella. La dama extiende la mano, le ofrece veinte pesos. Le compra su miseria. Y a ese precio, paga sus culpas por el lujo propio que le ha quitado la oportunidad a miles de hombres honestos como él.
El camino desde la calle hasta la entrada del edificio se hace largo. No lo es, pero parece extensísimo entre tantos pensamientos. Piensa en sus hijos, en sus dolores de estómago, en el frio que roza su ingle; el raído poloché que cubre una desnudez que no ha visto agua en dos días, porque las cosas son así. La mira a ella, le sostiene la mirada. Ella, grosera en su pedestal 500 del 2009, le gruñe algunas palabras. Él no la escucha, no la entiende; la decisión ha sido tomada. Coge los veinte pesos con la mano izquierda, mientras acerca la derecha al metal frio. Lo extrae con más violencia de la acostumbrada. Fija la boca del arma en la frente de la dama; no le tiemblan las manos, pero el estómago…
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