lunes, 9 de febrero de 2009

“Vamos a jugar al Ladrón y al Policía”


Por: Crystal Fiallo

"Vamos a jugar al Ladrón y al Policía”, gritábamos los muchachos/as de la calle ciega llamada Gala, cerca del club de Codetel. Fue en ese club donde todos los muchachos/as del sector nos deslizamos por el tobogán, cruzamos el puentecito de madera, celebramos cumpleaños en los quioscos y soñábamos con una piscina. En los alrededores, nos bañábamos en la lluvia y montábamos bicicleta por el parquecito.

El Ladrón y el Policía era uno de mis juegos favoritos: perseguir y ser perseguida era una adicción a la que pocos niños/as nos podíamos resistir. Eso de jugar muñecas y cocinita eran cosas que solía hacer en mi tiempo libre. Sentía que los juegos de “calle” eran juegos reales. Eran verdaderas dinámicas que me entrenaban para la batalla. Pero eso sí, cuando sonaba la campanita de los helados “el corre corre” se armaba y el mundo de repente se paralizaba para todos los niños y niñas.

El heladero se convertía en nuestra presa y lo asfixiábamos de peticiones e indecisiones sobre colores y sabores hasta conseguir ese preciado producto frío que tanto nos refrescaba después de tanta “carpeta”. Entre la temperatura y el azúcar, recuperábamos la energía suficiente para seguir personificando a los ladrones y a los policías.

Las reglas del juego consistían en lo siguiente: nos dividíamos en dos equipos, unos hacían de Policías y otros jugaban a ser los ladrones. Unos peleaban por ser los defensores de la justicia, y los demás anhelaban ser los rebeldes que quebrantaban las reglas de la sociedad; ah, y claro, como olvidar el calabozo el cual era elegido por todos para apresar a los hoy llamados “imputados”.

Lo ideal era que siempre ganaran los uniformados, los hombres que pretendían defender las leyes, pero no siempre era así. Bastaba con que el equipo de los ladrones fuera bastante atlético o con buenas estrategias como para escapar y burlar a los Policías.

Ahora que lo pienso, era bueno que desde pequeños supiéramos que no siempre los policías serian los vencedores: pero no porque los ladrones fueran ágiles o no, sino porque en nuestra sociedad no sabemos distinguir entre uno ni el otro: quien hace lo correcto o lo incorrecto; quién respecta las reglas y quién no. Pero, ¿y entonces? ¿Quién podrá defendernos?

Propongo que el nombre de este juego sea modificado. Ahora, la pregunta del millón es: ¿cómo podemos denominarlo?: “Los Ladrones”, o “El Ladrón y/o El Policía”, o simplemente “La Policía”, que tal “La Policía y la Ciudadanía”, ¿les parece? El problema va más allá de un simple “juego de calle”; esta aberración afecta a las futuras generaciones y es un quebrantamiento institucional peor de lo que muchos imaginan.

Cuando un cuerpo de oficiales, asignados para custodiar una nación y defender a los ciudadanos/as de cualquier desorden público, se corrompe, las posibilidades de desarrollo se ven obstaculizadas en un alto porcentaje. Esto se debe a que: (1) el clima de inseguridad ahuyenta las inversiones tanto nacionales como internacionales; (2) intimida a la ciudadanía y su inclusión en la sociedad civil contestataria; (3) incremento de la violencia por no haber obstáculo estatal; (4) legitima la corrupción; (5) nos proyecta como un destino inseguro para cualquier viajero y, (6) refleja un desorden institucional sediento de intervenciones foráneas que lo único que trae como resultado es que perdamos parte de nuestra soberanía.

El caso de la Policía de La Paz, Bolivia y su interacción con los mercados dirigidos por las “Maestras Mayores” y los Policías asignados en distintos puntos del mismo, es un ejemplo de cómo un solo cuerpo gubernamental puede contaminar toda la dinámica de una nación. Los oficiales Bolivianos abusaron de su poder hasta el punto de que era una de las razones principales por la cual el mercado y sus vendedores/as se encontraban estancados y envueltos en actos que pasaban desde altos impuestos cobrados por la misma Policía, manipulaciones de poder, hasta favores sexuales como ritual para obtener aprobación o cambios en asuntos del mercado.

Eso no es lo peor, lo grave es que, cuando el ex alcalde McLean decidió trabajar, en el 1991, en reformar este departamento y su interacción con el mercado de las “cholitas”, los Aymara (una de las tribus de Bolivia que representan la mayoría en la provincia de La Paz) y los demás vendedores se opusieron, puesto que entendían que todo estaba bien tal y como ellos lo conocían y que hasta ahora había funcionado perfectamente. Se conformaban con un sistema que estaba corrompido por miedo al cambio y lo único que habían aprendido y conocido hasta la fecha era eso que los consultores de McLean llamaban corrupción.

La corrupción no solo son actos tipificados en normas legales. Es una deformación que se adhiere a nuestra cultura (como pasó en La Paz) y que cada vez se hace más complejo luchar contra ella.

Es necesario que las autoridades se unan a la lucha contra este mal, identificando las soluciones posibles para cada uno de los departamentos que componen la burocracia dominicana, porque no sólo es en la Policía Nacional.

La ciudadanía en general, en crudo, hagamos eco de esta situación y frenemos este descalabro nacional. Invitemos a cambios radicales estructurales donde dignifiquemos el trabajo de aquellos oficiales que si creen en su labor y formemos una nueva camada de ciudadanos/as comprometidos con el orden y la paz.

No más comisiones que no generen resultados sustanciales. No más esperas mientras indultan, mientras se extorsionan a ciudadanos y mientras los jóvenes materializamos la esperanza en un ticket de avión. Sumo estas palabras al artículo “Policías o Criminales” de Nassef Perdomo, porque se que nuestra preocupación va de la mano.

¡Hay que limpiar la casa!

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